viernes, 29 de abril de 2011

GRINDHOUSE

En 2007, Robert Rodriguez y Quentin Tarantino crearon GRINDHOUSE: un tributo a los viejos cines que exhibían programas dobles de películas serie B. Rodriguez dirigió PLANET TERROR y Tarantino DEATH PROOF. Como extra, a modo de intermedio, se mostraron adelantos o trailers de películas falsas, inexistentes (en esos días).

Directores como Rob Zombie, Edgar Wright, Eli Roth, y el propio Robert Rodriguez le entraron al proyecto.

Aquí el resultado:
(Disculpen los subtítulos en portugués, pero este es el único video, de alta calidad, que contiene todos los trailers)

miércoles, 13 de abril de 2011

Entrevista con Juan López Moctezuma

¿Década preferida para vivir? Los 70's, definitivamente. 

En México teníamos muy fresco Tlatelolco y en China Tian'anmen, claras señales de la represión gubernamental que trataba desesperadamente de tapar el sol con un dedo: el tsunami juvenil era  inminente (sí, hombre, ya sabemos que ese tsunami luego se incorporó mansamente al mar).

En el resto del mundo se acabó la guerra de Vietman y el franquismo vio sus últimos días; la tecnología asombró con el atari, que apartir de su consola y el control tan simple como una palanca negra y un botón anaranjado, revolucionó el mundo del juguete. A finales de la década, Apple :-) y Microsoft :-P comenzaron a urdir las tramas con las que cambiaron el mundo tal y como lo conocíamos. 

Simultáneamente, algo muy interesante se estaba gestando en el mundo de cine. Uno no sabe cómo, uno intuye el por qué, uno se pregunta a dónde se fueron, pero lo cierto es que aquella década nos dio paradigmas brillantes, narrativas novedosas e historias que se siguen imitando. Peter Biskind, en su libro Moteros tranquilos, toros salvajes, afirma (palabras más, palabras menos, cuya exactitud no puedo corroborar porque el librito ese se encuentra en una caja próxima a ser mudada) que en ese época los jóvenes retaron al viejo y convulso sistema hollywoodense, diciéndole: podemos hacer obras de arte y podemos hacerlas drogados. ¿Cómo es que una generación tan brillante se fue al demonio? 

Ahora imagínense vivir durante la década en que vieron la luz El Padrino I y II, Taxi driver, Alien, La profecía, Halloween, El último tango en París, French connection, El exorcista, Perros de paja, Naranja mecánica, Carrie, Chinatown, Solaris, Fritz el gato, Easy rider, M.A.S.H, Zombie, Apocalipsis ahora, Annie Hall, The Texas chainsaw massacre, Dawn of the dead, por mencionar sólo algunas. Sin duda alguna, había talento por toneladas. Aunque claro que también surgieron Star Wars y Tiburón, y con ellas la idea de entretener al público con películas facilonas, que no invitaran a la reflexión, con las que se recaudarían millones y millones, de los que se destinaría una parte para hacer películas sesudas. 

Mientras tanto, en México pasamos del jefe de los Halcones al hombre que le dio un cargo a su hijo que, en sus propias palabras, era el orgullo de su nepotismo. Seguro se sentía muy orgulloso, pues su familia y sus quereres se vieron beneficiados gracias a su mano santa. Entre los beneficiados (y de interés para nosotros) estuvo su hermana Margarita, a quien nombró titular de la RTC. La consigna era censurar. 

En ese contexto, la Secretaría de Educación Pública, lanzó la colección SEP SETENTAS, una serie de libros que abordaban diversos temas mexicanos entre los que, desde luego, no podía faltar el cine. 

Uno de esos ejemplares fue rescatado en la Fera del libro de ocasión (usado, pa' pronto) y leído con avidez. Contiene entrevistas a las entonces tres generaciones del cine mexicano: iniciadores-empíricos, los que dieron clases en el naciente CUEC y los que tomaron clases en él. 

De la lectura de corrido es posible advertir, aparte de las diferencias en la formación, las causas del origen de los sindicatos y la forma en que éstos se convirtieron en un dolor de cabeza para los nuevos directores. 

Entre las 13 entrevistas que contiene, llamó la atención de El enebro, la realizada a Juan López Moctezuma, realizador de joyitas como La mansión de la locura y Alucarda (que inspiró el documental Alucardos: retrato de un vampiro, cuyo trailer pueden ver al final. 

De López Moctezuma no hubiera imaginado que su papá era un abogado penalista, cosa que influyó en que estudiara derecho por un tiempo en la Libre (guau, ¿se imaginan al tipo de la mente psicodélica en la Universidad de las mentes perfectamente amaestradas y celosas del orden?), ni que trabajó en Basham (que entonces sólo era Basham and Ringe) y que finalmente lo dejó y se dedicó a la música, a la locución y luego al cine. Lamentablemente terminó en el manicure, pero antes de eso nos legó el producto de su excéntrica imaginación. 

Aquí pueden leer la entrevista completa: 


ENTREVISTA A JUAN LÓPEZ MOCTEZUMA

¿Cómo empezaste a hacer cine, después de ser especialista en jazz, de haber trabajado tanto en radio?
Bueno, porque yo en primer lugar siempre quise hacer cine… Mi primer gran recuerdo infantil es de cuando pude asistir solo a una sala cinematográfica que se encontraba enfrente de mi casa. Era el antiguo cine Primavera; yo vivía justamente en la acera contraria. Entonces, desde los cinco años, me permitieron ir solo. La entrada a ese mundo fue para mí el descubrimiento de la vocación. Todos los días al cine; todos los días. Hubo películas que vi todas las veces que las exhibieron…

¿Y qué tipo de películas exhibían en el Primavera? Yo recuerdo una ruta de tranvías que tenía ese nombre. ¿Iban por ahí?
Exactamente.

¿Por Baja California, me parece?
Sí. El tranvía iba y venía por los dos costados del cine. Siempre las películas estaban acompañadas por el traca-traca-traca de los tranvías. Pero las películas siempre eran de programas doble o triples y eran, pues, las grandes películas. Aquellos programas dobles se componían de los grandes clásicos de la historia del cine de horror, de los grandes clásicos de la historia del cine de aventuras… Mi primera gran compra, que representaría una erogación de veinte o veinticinco pesos, fue un proyector de manivela. Era el más elemental que se ha construido: una cajita de lámina, un lente y un engrane. Junto con ese proyector, y por los mismos veinticinco pesos, obtuve una peliculita de vaqueros, de una duración de 2 minutos 43 segundos. Esa película de vaqueros es, seguramente, la más exhibida en la historia de la cinematografía. La exhibía yo para adelante, para atrás, en cámara lenta. Como el proyector era de manija podía darle la velocidad justa, acorde con mis necesidades; la exhibía a alta velocidad, después la reeditaba, la armaba, la rearmaba. Fue entonces, con la adquisición de aquel aparato, cuando percibí con una absoluta claridad la magia del cine. En nuestro siglo la magia ha sido reconquistada. Se encuentra apresada en la técnica. El cine, aun en su forma más rudimentaria, más comercial, es desde luego un elemento mágico. Si nos ponemos a considerar que la pieza más insignificante del celuloide está apresando un momento del tiempo, lo está congelando, lo está capturando, está permitiendo que ese momento reviva todas y cada una de las veces que esa cinta de celuloide se proyecte, entonces comprenderemos con claridad que efectivamente la magia existe. Las películas de Pedro Infante se transmiten todavía con un gran éxito en los canales de televisión mexicanos. Pedro Infante sigue vivo. El cine nos permite verlo respirar, nos permite verlo caminar, gozar, cantar…

Mucha gente cree que no ha muerto, ¿verdad?
Claro, el cine ha proporcionado a Pedro una especie de inmortalidad. Si esto no es magia no sé qué pueda considerarse. Para los espectadores la observación de Pedro Infante en la pantalla, de Marylin Monroe en la pantalla, es idéntica a la observación de una persona real. ¿No te parece? Si ante nuestros ojos, ante nuestra mente, ante nuestra percepción la ilusión cinematográfica es tan eficaz, no tendremos más que confesarlo: la magia está con nosotros, gracias a la técnica de nuestro siglo XX. El video tape, el hermano del cine, es también un fenómeno mágico por excelencia. Esta grabadora que estás utilizando es un artefacto mágico. Está apresando un momento del tiempo, en este caso un momento sonoro. Ahora estoy trabajando en una historia que podría expresar esa idea. Se desarrolla más o menos así: un director de películas pierde a su mujer. Se le muere y él intenta reconstruirla. Piensa primero en la magia tradicional y después acude a la técnica. La reconstrucción técnica le permite en realidad recuperarla para todos los sentidos menos para uno: el tacto. A base de edición la reconstruye y llena su casa –una casa blanca- de proyecciones de su presencia física. Mediante las grabaciones magnéticas que ha tomado de ella durante su vida la hace por ejemplo contestar el teléfono, la hace pasear por toda la casa… Pero el último de los sentidos, con el que no puede recobrarla, es el sentido del tacto. Todavía no tenemos magia que preserve los estímulos táctiles aunque ya tenemos la que permite apresar el tiempo, congelarlo y reproducirlo cuantas veces queramos… El cine me atrajo, pues, por todas esas razones. Yo que siempre fui un niño muy imaginativo, un niño muy neurótico, casi esquizofrénico, siempre fui bastante loco en el verdadero y estricto sentido… Siempre fui un niño muy atormentado. Entonces, el poder encontrar un elemento…

¿Fuiste hijo único?
No. Tengo otro hermano menor, y murió el más pequeño. Éramos tres. El más pequeño murió justamente un día de mi santo. Mi padre murió cuando yo tenía seis años de edad, y mi madre entonces se dedicó a trabajar como enfermera para que nosotros subsistiéramos. Mi padre era un abogado penalista muy importante. Desempeñó el cargo de juez de lo penal. Le tocaron casos como el de Romero Carrasco. Fue además escritor y caricaturista de renombre. Publicó varios libros; escribía para El Universal, hizo murales para la Escuela Libre de Derecho, donde se había graduado… Mis familiares pensaban que yo debería ser el heredero de su capacidad penalística. Siempre tuvieron la idea de que yo habría de ser un gran abogado parecido a mi padre. Me aventaron siempre por ese camino, y yo, con la imaginación exaltada que siempre tuve…

¿Leías muchísimo?
Sí. Leía muchísimo. Tengo unos parientes, unos primos, que tenían libros por toneladas. Cada sábado que iba a visitarlos eran tan geniales que, además de regalarme ropa, me regalaban libros. Yo salía cargado de libros de todos tipos, y estilos. Cosas como Las aventuras de Tarzán, Pinocho, Chapete y toda la serie de Salgari. Claro, obras de imaginación, de una imaginación desatada. De ahí pasé a la literatura propiamente importante, pero este importante puede ponerse entre comillas porque en cierta medida también –y aunque me aleje un poco de nuestro tema- siempre diré que soy un defensor de las artes menores. Me he especializado en jazz, que es desde luego considerada una música menor y hasta en algunos casos despreciable. Soy el comicólogo más importante de la América Latina, a pesar de que esto va a molestar mucho a Alejandro Jodorowski y a Carlos Monsiváis…

¿Comprabas muchas revistas de historietas?
¡Ah, sí! Eso sí alcanzaba a comprar. Compraba todos los comics. Claro que eran tres o cuatro y valían diez centavos: Chamaco, Pepín, Paquito… Además viajaba todos los días al Centro a comprar los comics norteamericanos, y así aprendí a hablar inglés. No sé si el hablar inglés sea necesariamente un atributo positivo… El caso es que se me orientó a la carrera de leyes. Yo en el primer momento no me opuse a la idea porque las leyes que vivió mi padre eran extraordinariamente atractivas. Existían todavía los jurados, el abogado que a base de golpes de sorpresa obtenía la absolución o la condena. De ahí me vino la ilusión que habría de reforzarse tiempo después con la lectura de los libros de Perry Mason. Perry era el actor por excelencia. De repente se situaba frente al escenario y con artilugios teatrales obtenía siempre el triunfo, ¿verdad? Yo pensé mucho tiempo, equivocadamente desde luego, que así era el desempeño legal en México, que así trabajaban los abogados en nuestro país, y esa ignorancia me condujo hasta la Escuela Libre de Derecho. Empecé a cursar la carrera de leyes y empecé a trabajar como pasante de una compañía que se llamaba Basham y Ringe. Era una de esas compañías grandototas, y me di cuenta, con horror y con tedio, de que el desempeño de la profesión entre nosotros se reducía a presentar escritos y a recibirlos, a replicar y a esperar la dúplica, y así hasta el infinito. Entonces sí me sentía apenado de vivir en un mundo de lo más sórdido, de lo más triste, de lo menos imaginativo. Decidí abandonar la carrera de leyes, y la abandoné tajantemente. Fui además un pésimo estudiante y un pésimo pasante. Mi única obligación real consistía en revisar todos los días el Boletín Judicial, esa cosa de Tribunales, para ver en cuáles de los casos que llevábamos nosotros había recaído una resolución y de qué tipo. Y fíjate, a pesar de que era una simpleza, ni eso hacía. No tenía la menor vocación. El momento crítico tenía que llegar y yo lo cogí al vuelo. Fue el de un examen en el que no di golpe. El maestro me dijo: “Mire, estuvo usted muy mal, pero como yo conocí mucho a su padre y su padre era un excelente abogado, le voy a dar el pase”, etc. Le contesté que no, por favor; que le suplicaba, precisamente en recuerdo de él, que tuviera la amabilidad de reprobarme. Y agregué muy serio que en ese momento abandonaba la carrera porque no me interesaba en lo más mínimo. De ahí salté a la pintura, salté al teatro e inicié una serie de largas aventuras que me llevaron a Tijuana, donde vendí curiosidades y empecé mi carrera de locutor de radio. Estuve unos meses en el norte, regresé a la capital y encontré a mi familia todavía esperanzada en mis estudios legales. Intervine en obras de teatro, y un tío mío, de muy buena fe y todo, me tuvo secuestrado en un rancho para que no pudiera desempeñar un papel que me habían encargado. Total, grandes resistencias y zozobras hasta que ya no pudo haber ninguna duda: yo no sería abogado y me dedicaría al mundo del espectáculo. Fue una época muy bonita. Entré a la televisión y tuve mucho trabajo. En una sola semana –imagínate- montábamos hasta tres obras; y obras de importancia de Testigo de cargo, Prueba de fuego y Marty. Como es natural, obtuve una amplia experiencia, que más tarde me sería muy útil en el cine.

¿Dirigiste por entonces alguna cinta?
No era posible. Por entonces el medio era difícil, aunque creo que está más cerrado ahora para los directores nuevos. Antes sólo se exigía que el aspirante hubiera dirigido una película de cinco semanas. No era poco porque cinco semanas implican costos elevados. No se entendía muy bien cómo un productor iba a confiar cuantiosos intereses a un señor inexperto. Pero, en fin, ahora la situación es peor. En el caso de la sección que dirige Rogelio las puertas están cerradas a piedra y lodo.

¿Cómo continuaste, pues, tu carrera?
Fui asistente de dirección de Seki Sano. Participé, por ejemplo, en la puesta en escena de La mandrágora. Después me lancé por mi cuenta y monté una obra que se llamaba Dios y libertad o Tierra de sombras. Con ella gané uno de los concursos de Bellas Artes.

Y después te fuiste para arriba.
Nada de eso. El premio me produjo una gran satisfacción pero nada más. Es lo que suele ocurrir con estos galardones.

¿Hasta con los que has ganado con La mansión de la locura?
Me han dado satisfacciones mucho más profundas. Indican que mi película es digna de competir internacionalmente. Pero hasta ahí. No creo que, merced a ellos, pueda conseguir más trabajo. Esto me ha sucedido siempre. Lo mismo con los premios que se me han concedido por mi actuación de locutor. De ellos no he obtenido ni un solo comercial más. Hasta creo que –volviendo a La mansión de la locura-, los premios me han deparado más antipatías que reconocimientos. Y es que en México, ¿sabes?, el medio es de caníbales. A nadie se le perdona un triunfo. Un director se pone furioso por el buen éxito de otro y feliz con su fracaso. Y lo mismo sucede en los demás medios, como es por ejemplo el de los pintores. Aquí, en mi país, ha habido periódicos que se empeñan en minimizar las distinciones de que mi película fue objeto en Avellino. Alegan que no es lo mismo ese festival que el de Cannes. Y claro que no es lo mismo, pero es un festival importante. Es como si yo, para darme tono, hubiera inventado a Italia, ¿no te parece? La mansión de la locura fue premiada en un concurso que lleva catorce años de celebrarse y en el que figuran como jueces cineastas tan importantes como Cesare Zavatini y Vittorio de Sicca.

Entonces ¿los festivales no sirven de gran cosa?
Bueno, claro que sirven. En primer lugar, ya te lo dije, ganar siempre es satisfactorio, y más cuando compites contra lo mejor del mundo; y en segundo lugar, el premio hace que tu película se abra camino. Se produce un efecto en las taquillas, y este efecto desencadena otros, y todos ellos son favorables. Hay una publicidad automática, masiva y muy eficaz. No obstante, que existen tantas ventajas, me parece que no volveré a participar en ningún festival.

¿Tanto te molestan las reacciones adversas?
No. Si me abstengo no será por eso. Será por otra cosa… ¿Cómo podría describírtela? Es que yo me siento artista. Quiero ser artista, y valoro mucho lo que hago. Y no me parece congruente presentarme a concurso, como si mis películas fueran perros finos, para que un grupo de señores las examinen y las juzguen. No sé; no me gusta. No puedo quejarme, conste. Aquí, en México, La mansión de la locura ha sido nominada para muchos galardones. La ha vencido una cinta de De Anda, que se llama Indio, y que debe ser muy buena porque los críticos y las gentes hablan maravillas de ella. Pero a mí no me ha ido mal. Al contrario…

Así que no consideras que los premios sean esenciales para el curriculum de un cineasta.
De ninguna manera. Chaplin nunca los obtuvo. Ahora le han dado un  Óscar, pero por su trayectoria en general y pienso yo que por sus años.

En una palabra, que estás satisfecho con las distinciones que se te han conferido pero no contento.
O contento pero no satisfecho. Como tú quieras.

Pero, en definitiva, ¿cómo decidiste ingresar al cine?
Déjame que te cuente… Yo formé, junto con otro señor, una compañía que iba a dedicarse a la producción de cortometrajes. Éramos nada más él y yo. Él ponía el dinero y yo el trabajo. Y la verdad es que trabajé de firme. Lo hacía todo: fotografiar, leer los guiones después de haberlos escrito, doblar las voces de los locutores, editar… En fin, todo. El trato era que, cuando la empresa se hiciera más grande, la mitad de ella pasaría a mi poder. La empresa embarneció pero mi socio me explicó que yo había entendido mal: que si quería podría seguir trabajando con él pero sin más retribución que mi sueldo. Me indigné, me amargué y naturalmente dejé la sociedad. Pero la amargura duró poco. Comprendí que, al fin y al cabo, había salido ganando una experiencia muy valiosa. Había aprendido todo o casi todo lo que debe saber un cineasta. Y esos conocimientos valían más que un capital más o menos apreciable. Así y todo las cosas no fueron fáciles. ¿Dónde iba a encontrar un productor que quisiera arriesgar su dinero con un tipo sin antecedentes? Para ingresar al cine hizo falta que yo colaborase en la constitución de otra compañía, la que produjo Fando y Lis.

¿Cómo surgió esa compañía?
Pues verás, yo había dirigido algunas obras de teatro en la Casa de la Paz. En ella trabajaba también Alejandro Jodorowski. Nos alternábamos. Él dirigía una obra, luego yo otra. Un buen día me lo llevé a mi casa y sostuvimos una larga conversación. Estuvimos de acuerdo en que nuestra labor era objeto de una estimación muy deficiente. Y de veras lo es. Mira, el propio Alejandro, y Gurrola y otros directores, han hecho montajes superiores a los que pueden verse en París o Nueva York. No exagero. Y sin embargo, ni en la Casa del Lago ni en la Casa de la Paz hay un público medianamente numeroso. Veinte personas, treinta… A todo tirar, cincuenta. Alejandro y yo reflexionamos y nos percatamos del asunto: la mejor solución consistía en buscar al público de cine. Alejandro tenía un alumno, cuyo padre era persona adinerada. Así se consiguieron los fondos para filmar Fando y Lis. El rodaje se hizo a salto de mata, trabajando sábados y domingos y algún día entre semana, pero esto último a trueque de desatender encargos remunerados. Tú recordarás que esta película fue motivo de un escándalo estrepitoso. Inclusive contribuyó a que se suspendieran las Reseñas… Estuvo enlatada durante unos cuatro años porque no se le concedía permiso de exhibición. Era lógico porque en Acapulco, cuando la Reseña, había tenido que intervenir el ejército para protegernos.

¿A qué se debe estas reacciones? ¿Al público?
No al público. Siempre he creído yo que en el fondo hay presiones del antiguo cine mexicano. Que las hubo, para ser más exactos. Pero tal vez empleo los términos de manera injusta. Lo de “antiguo cine mexicano” es muy impreciso. El que presionó fue el cine mexicano de la época de Fando y Lis, que era un cine en decadencia. Porque no debemos confundirnos: nuestra cinematografía tuvo una época de oro en que descollaron figuras auténticas, como El Indio Fernández, Ismael Rodríguez y Fernando de Fuentes. Realizadores muy talentosos y muy honestos. Pero vino después la época de los mercachifles. Se hacían películas deliberadamente malas, partiendo de un supuesto deplorable: el de que el público no podía entender otra cosa. Nada tiene de extraño, pues, que los cineastas de este criterio –si se le puede llamar criterio- considerasen que Fando y Lis era una cinta disolvente. Reaccionaban ante ella por instinto de conservación. Presentía que de algún modo iba en su contra. Era simplemente cine honrado contra cine chapucero. Y así tuvieron a Fando y Lis en el congelador durante esos cuatro años que te he dicho. Pero en el extranjero interesó mucho y obtuvo buenas críticas. No ganó dinero pero hizo posible la filmación de El topo, que ha constituido un gran éxito artístico y ha metido muchos millones de pesos a las taquillas.

¿Y cómo lograron ustedes la distribución en el extranjero?
A fuerza de sacrificios. Es muy difícil introducirse en medios que habían estado cerrados mucho tiempo. Sólo a base de buena calidad puede conseguirse. Éste es el único camino de salvación del cine mexicano. Te digo que es el único camino porque del mercado natural no podemos valernos. Está constituido por un alto porcentaje de analfabetos. Y esto lo digo sin el menor asomo de desdén hacia esos públicos. El desdén sería injusto. Ellos no son responsables del estado de sumisión en que los han tenido, a lo largo de muchos años, los malos gobiernos de muchos países del sur. El analfabetismo y la ausencia de preparación cultural son un hecho. Y lo peor es que nuestros cineastas mercachifles, al percatarse de ello, se condujeron de la manera más fácil y más negativa. Creyeron que esas circunstancias deprimentes constituían una ventaja y redujeron el nivel de sus películas. Lo que lograron fue conducir al cine mexicano a la situación que atraviesa ahora, que es de quiebra. En el pecado llevaron la penitencia. Y es obvio que lo que procede ahora es elevar la calidad de la producción. Tenemos al mundo entero por delante pero no podremos lograr un sitio en él sino a base de buenas cintas.

Pues, oye, qué criterio tan mezquino el que se seguía antes.
Mezquino e indigno. Aquel razonamiento de “vamos a darles un producto ínfimo ya que con él se conforman” no revela sino estrechez de espíritu y además falta de ambición. Ha habido pesimismo y poquitería. Nos hemos conformado con un pobre taco en lugar de aspirar a un buen pastel. En el fondo ha funcionado el complejo de inferioridad, que no en balde se nos atribuye. No sólo los cineastas, sino hasta algunos críticos han incurrido en él. “No tenemos elementos, no tenemos tradición, no tenemos nada”, han llegado a diagnosticar.

¿Y qué se puede hacer para dejar atrás esa actitud?
Lo primero, echar por la borda ese complejo. Debemos convertirnos en seres ambiciosos. Yo creo advertir, en nuestro tiempo, una especie de postración del mexicano. Las generaciones de hace unos lustros tenían más empuje. De otro modo no se explicaría uno ni a Diego Rivera ni a Orozco ni a Siqueiros ni a Vasconcelos ni a Alfonso Reyes. Todos ellos configuraron un momento estelar de nuestra cultura. No se detenían a calcular sus fuerzas. Actuaban, creaban una obra, y esa obra resultó equiparable a las de escritores y pintores de cualquier otro país. Actualmente nuestros Cuevas y Fuentes, a quienes personalmente admiro mucho, no trascienden sino en algunos países. No han conquistado un prestigio como el de aquellos otros creadores.

¿Y a qué se debe esto?
Es posible que haya razones políticas. Durante el periodo cardenista todavía no se notaban las manifestaciones más vivas de la gran efervescencia revolucionaria. Los mexicanos estábamos orgullosos de nuestro país. Estábamos conscientes de que habíamos hecho un movimiento social de gran aliento; de que en muchos sentidos estábamos trazando una historia inédita. Esto se reflejó en el arte. Propició un nacionalismo, pero un nacionalismo bien entendido, ni modesto ni rascuache sino entusiasta y a la vez sensato, dispuesto a la conquista de la admiración y del respeto de todos los demás países. Como es natural, el cine recogió también esas actitudes. El Indio Fernández corresponde a ellas, igual que Ismael Rodríguez. Y, a propósito de Ismael Rodríguez, me parece que es uno de nuestros cineastas mejor dotados. Actualmente sufre el desprecio de nuestra critiquita porque no comparte la posición ideológica de ésta. Es una crítica que no ha aprendido todavía a utilizar criterios estrictamente cinematográficos.

¿Qué es lo que guía a la crítica mexicana?
Por lo general se deja guiar por la ideología o por hechos todavía más pequeños e irrelevantes: por ejemplo, el de que pertenezcas o no a uno u otro grupito.

¿Y sus opiniones se reflejan en la taquilla?
Por fortuna no. La critiquita es tan evidentemente sectaria que nadie le hace caso. ¿Cómo se puede tomar en serio a Ayala Blanco –pongamos por ejemplo- si aprovecha todas las películas para hacer chistes malos? No le interesan las cintas. Lo único que le importa es demostrar su ingenio.

Es puro barroquismo además…
Barroquismo y humor, poniendo esta última palabra entre comillas. El cine es un pretexto para él: le sirve para hacer gala de su talento, también entre comillas, y para lucir su humorismo, entrecomillado como es natural. Emplea también su ideología, que como tal yo respeto; pero la emplea… Para él las películas importantes son las que han costado sangre, sudor y lágrimas, asimismo entre comillas. Por ejemplo, si había un jovencito que poseía una camarita de super 8 y salió a hacer cine una mañana, pues ese jovencito es un héroe del arte y su película es sensacional. Es decir, para Ayala Blanco la calidad de las películas depende de la sencillez de los medios con que se haya contado para realizarlas. Si yo tengo setenta y cinco pesos y la camarita de marras, y dedico ocho horas de mi tiempo a fotografiar estos albañiles que están trabajando aquí en el edificio de al lado, entonces yo merezco altos calificativos.  Se me dirá revolucionario porque cometí la hazaña de filmar fuera del establishment y porque eludí todas las limitaciones sindicales, políticas y sociales. Dejando a un lado las consideraciones relativas a la calidad intrínseca del producto, que son las que más importan, es evidente que no puedes comparar a ese cineasta rudimentario con otro que efectúa esfuerzos enormes para conseguir dos millones de pesos –que se dice pronto- y para enfrentarse a toda una estructura muy sólida; sin contar que es responsable ante veinte personas o ante cuarenta personas que trabajan con él por el buen éxito de ese trabajo y por los frutos económicos y por el prestigio que con él pueda ganarse o perderse.


¿Cuál es la más grande obligación del director de cine?
Ser honesto. Esta frase encierra mucho trasfondo. Ser honesto significa tomar en serio el cine, y poner los cinco sentidos y todas las potencias intelectuales y morales en la buena realización de la labor. El director deshonesto es el que incurre en el cine malo a sabiendas de que lo está haciendo. Es el director comercial, que no concibe el cine como arte sino solamente como industria y que en forma deliberada trabaja para ganar dinero, sin que el público y su decoro personal le importen un ardite. Un funcionario cinematográfico ha expresado que el cine es industria y nada más. Esta opinión es funesta. En ella se articulan todas las desgracias que se han abatido sobre nosotros. Si no estamos de acuerdo en el ángulo artístico y si no estimamos que el cine, como arte, ha de ocuparse de elevar el nivel espiritual y cultural de los espectadores, si insistimos en que estos constituyen una parvada de idiotas y en que no vale la pena darles productos de calidad elevada porque no van a entenderlos, si hacemos todas estas cosas condenaremos para siempre a nuestro cine. Y lo malo es que es una actividad de la que vive mucha gente, que podría dar al país muchas divisas y que arrastra una tradición respetable. Se echaría a perder el trabajo de Fernández, de Rodríguez, de De Fuentes y de tantos otros. Todo esto no significa que haya que ignorar la faceta industrial del cine. Claro que es una industria y que implica grandes inversiones. Por ello mismo necesita recaudaciones respetables que inclusive le hagan ganar. Pero estas verdades no se oponen a las otras sino que se complementan con ellas. Para que una película sea taquillera necesita ser buena. Lo demás es un puro sofisma. Una falacia. Las películas malas y taquilleras sólo lo son relativamente y por un tiempo cortísimo. Ahí tienes, en cambio, el caso de Cabaret, que ha llenado nuestros cines durante meses. Es una obra llena de valores cinematográficos aunque la crítica se empeña en destrozarla. Puede ser que desde el punto de vista de las ideas no sea muy recomendable. Yo hablo de cinematografía, y Cabaret está muy bien hecha. Posee una calidad que resultaría necio negarle.

¿Y no hay visos de que estas formas de pensar se vayan corrigiendo entre nosotros?
Por fortuna me parece que sí. Creo que en México empiezan a reaparecer las gentes honestas. Pienso que contamos cada día con  un número mayor de cineastas que ambicionan hacer buen cine y no se conforman con el expediente fácil de dar gato por liebre, con el cuento aquél de que el público es ignorante y no merece más porque ni siquiera lo entendería. Estas nuevas gentes son muchas. Algunas pueden estar equivocadas; otras no. Es probable que algunas tengan talento aunque otras carezcan de él. No es lo que más importa. Lo que de veras debe  alentarse es que todos estos directores y actores, y argumentistas y demás, experimentan de  veras su vocación.

¿A qué crees que se deba nuestra baja producción actual?
Es un producto de la irresponsabilidad total en todos los niveles. Mira, México podría ser una de las capitales cinematográficas del mundo. Posee condiciones para ello. Por ejemplo, condiciones naturales, como su clima. Aquí en nuestro país tenemos dos meses de lluvias al año y los otros diez son perfectos para filmar en exteriores, con la ventaja de que nuestros paisajes son hermosísimos. No me canso yo de citar a Malcolm Lowry, el autor de Bajo el volcán, quien dice más o menos: “En México se encuentra uno dentro de un paisaje griego, pero a dos kilómetros hay un desierto y a tres kilómetros una selva…” Y, en efecto, nuestro territorio es tan rico en ambientes que en realidad parece un gigantesco set cinematográfico. El desierto de Fando y Lis se halla aquí cerca, en Texcoco; otros escenarios agrestes de la misma película se encuentran a dos cuadras de este edificio de la colonia del Valle. Para filmar La mansión de la locura sólo tuve que ir a medio kilómetro de este mismo lugar… Por otra parte, nuestros técnicos se distinguen por su capacidad. No habría obstáculos graves, pues, para hacer películas de excelentes características.

¿Y por qué no se hacen?
Nos hemos encontrado con un manejo administrativo ya tan deficiente… Y luego con problemas absurdos, como algunos que provienen de la cuestión sindical.

Existen dos sindicatos en la industria. ¿Esta circunstancia es motivo de problemas?
Desde nuestro punto de vista los resuelve. Como tú sabes, está por una parte el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica, cuya sección de directores tiene a la cabeza a un señor Rogelio González, que es un director de petate. Impide la entrada a todo ser viviente, y de este modo limita uno de los derechos fundamentales del ciudadano mexicano, que es el del trabajo y el de la expresión de las ideas. Yo, por ejemplo, según él, no soy director de películas.

¿Cómo han podido dirigir ustedes los directores nuevos? Porque el hecho es que has dirigido.
De contrabando. Veintidós directores estamos en la misma situación; haciendo nuestras películas clandestinamente. De este modo han trabajado, por ejemplo, Paul Leduc para lograr su Reed, México insurgente, Corkidi para hacer Ángeles y querubines y Gómez para La fórmula secreta. Han sido filmadas como cortometrajes. Con disfraz. La mansión de la locura se filmó en tres segmentos: tres cortos que se yuxtapusieron. El otro sindicato, el STIC, nos pide requisitos absurdos. No tiene el prurito de marginarnos pero entre sus secciones no hay ninguna que albergue a directores de películas largas. Estamos, pues, en él; pero tenemos que acogernos a ese truco.

¿Y por qué no hay protestas organizadas y en voz alta?
Tal vez por temor. Yo conozco casos en que el temor es patente. Por lo que a mí respecta, siempre que puedo me quejo y protesto en público. Claro que las reacciones no se han hecho esperar.

Bueno, pero no siempre ha habido esta cerrazón. Precisamente el concurso para directores nuevos parece demostrarlo.
De acuerdo. Era una época un poco menos dura. Pero tampoco entonces se admitió de buen grado a la generación joven. Gurrola obtuvo un buen éxito con su Tajimara pero no ha vuelto a hacer nada, como no sea en 16 y en 8 milímetros. Inclusive Tajimara no se llegó a exhibir comercialmente sino varios años después, con otro nombre: Los bienamados.

Tienes razón. Y a la fecha ni siquiera se ha repetido el concurso.
No. Y el señor Rogelio González ha acentuado su aire dictatorial. Hace poco se publicaron unas declaraciones suyas en el periódico. Eran monstruosas. Decía que, en vista de la crisis del cine nacional, no se admitirían nuevos directores ni se consentiría que se repitiese el caso de Reed, México insurgente y Los meses y los días, que se han exhibido en salas comerciales. Esto, como te digo, es monstruoso, y todavía más si se considera que las dos películas han triunfado ante el público.

¿Y cómo lograste que se exhibiera La mansión de la locura?
Es otra historia. Se debe a que ha ganado premios internacionales, lo mismo que Reed, México insurgente y Ángeles y querubines. El licenciado Echeverría, quien, debo reconocerlo, ha hecho un gran trabajo a favor de nuestra cinematografía y está procurando resolver en serio sus problemas, ha hecho especial mención de esos premios y en cierto modo ha puesto como ejemplo a las películas ganadoras. A ello se debió que no hubiese grandes problemas para su exhibición. Así y todo, La mansión de la locura ha tenido que esperar dos años para ser proyectada. Claro que no fueron los cuatros años que tuvo que aguardar Fando y Lis.

Pues aún me parece más extraño que te hayas dedicado a director de cine. Vuelvo a mi primera pregunta: ¿cómo saltaste del radio y de todas esas cosas, del jazz y del teatro, hasta la dirección cinematográfica?
Ya te lo dije, el cine constituye para mí un instrumento mágico. Es magia ya de por sí. Es una forma de construir otros mundos. Admiro a Meliés, que fue capaz de entrever y de utilizar todas estas posibilidades. El cine puede tener otra vertiente, y de hecho también ella cuenta: es la vertiente reporteril. Y admiro también a Lumiere, quien fue el primero en verla y en valerse de ella. Pero me quedo con Meliés y con sus cuadros infinitamente misteriosos e infinitamente prometedores. Por razones de temperamento, ése es el cine que yo acepto como mío. Es una especie de alquimia, de ciencia y de arte ocultos…

El cine mexicano es en cambio muy apagado a la realidad, ¿no te parece?
Sí, desde luego muy apegado. Pero al mismo tiempo muy remoto, muy distante de la realidad. Con apariencia de reales nos presenta seres de cartón. Ahí tienes a excelentes actores, como Arturo de Córdoba, que fueron malogrados. Arturo de Córdoba no existió porque sus personajes no han existido nunca. Por su verdadero realismo respeto tanto a Ismael Rodríguez y al Buñuel de Los olvidados. Para ser realistas no fabricaron una realidad ficticia, sino que se percataron de la verdadera.

No deja de ser extraña esa falta de imaginación cuando en México somos tan dados a las fábulas.
Claro, México es un país surrealista. Ya lo descubrió Bretón. Y todo su arte popular está lleno de coqueteos con lo imaginativo. Y en México se han dado las obras de Remedios Varo y de Leonora Carrington. En fin, es un misterio. ¿Por qué nos empeñaos en ser realistas pero tergiversamos la realidad para caer en una especie de realismo falaz que implica una deformación pero no quiere darse cuenta de ella? Quién sabe por qué será.

TRECE DIRECTORES DEL CINE MEXICANO
Beatriz Reyes Nevares
SEP, 1974
Pags: 112-133